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Subaru y las Siete Estrellas

Summary:

Mientras su mente comenzaba a aceptar lo inaceptable —que había sido invocado a otro mundo—, un sonido rompió el silencio como un cristal estrellándose contra el suelo.
Llantos.
Subaru se irguió de golpe. Los chillidos venían del fondo del callejón. Alarmado, se levantó, dudó por un instante... y corrió hacia el origen del sonido.
Lo que encontró al llegar le heló la sangre.
—No puede ser...
Siete canastas. Siete bebés. Recién nacidas, por su tamaño y fragilidad. Cada una envuelta en mantas distintas, cada una llorando con una voz tan humana como desgarradora.
—¿Quién… quién haría algo así?

Notes:

(See the end of the work for notes.)

Chapter 1: Capítulo 1: El llanto en el callejón

Chapter Text

Capítulo 1: El llanto en el callejón

Las estrellas parpadeaban como brasas lejanas sobre la ciudad dormida, y Subaru Natsuki las contemplaba desde el jardín de su casa con una mezcla de tranquilidad y melancolía. Para él, mirar al cielo nocturno se había vuelto una costumbre. En un mundo que no pedía su opinión para seguir girando, las estrellas eran lo único que parecía quedarse quieto con él.
—Bueno, supongo que esta es una noche más —murmuró con voz perezosa, antes de incorporarse con un suspiro y caminar hacia la puerta.
La abrió sin pensarlo, esperando encontrar el interior familiar de su hogar. Pero lo que recibió en cambio fue un viento extraño, frío y áspero, como si un susurro del destino lo envolviera desde todas direcciones. Por un segundo, fue como si el universo lo escaneara. Un latido de luz distorsionó sus sentidos. Y luego…
La calle desapareció.
—¿Eh…?
Fue lo único que alcanzó a decir antes de que su visión fuera tragada por una luz tan blanca que dolía. Se frotó los ojos, tambaleándose. Cuando por fin pudo ver, notó que el mundo ya no era el mismo.
Un callejón. Sucio, mal iluminado, con la piedra fría de un mundo que definitivamente no era Japón.
—¿Pero qué demonios…?
Su voz tembló al salir de su garganta. Las paredes altas, el cielo opaco, el olor a humedad... No, esto no era una broma. Subaru dio un paso atrás, tropezó con un cubo de madera y cayó de espaldas al suelo empedrado.
—Esto no es una alucinación, ¿cierto? Porque si lo es, es la más jodidamente realista de todas.
Mientras su mente comenzaba a aceptar lo inaceptable —que había sido invocado a otro mundo—, un sonido rompió el silencio como un cristal estrellándose contra el suelo.
Llantos.
Subaru se irguió de golpe. Los chillidos venían del fondo del callejón. Alarmado, se levantó, dudó por un instante... y corrió hacia el origen del sonido.
Lo que encontró al llegar le heló la sangre.
—No puede ser...
Siete canastas. Siete bebés. Recién nacidas, por su tamaño y fragilidad. Cada una envuelta en mantas distintas, cada una llorando con una voz tan humana como desgarradora.
—¿Quién… quién haría algo así?
Los minutos siguientes fueron un torbellino. Torpemente, Subaru tomó a una de las pequeñas en brazos. Intentó mecerla, cantarle, imitar sonidos ridículos. Cualquier cosa para calmarlas.
Pasaron cerca de treinta minutos. No sabía cómo, pero había logrado que todas dejaran de llorar… por ahora.
Fue entonces cuando se permitió mirarlas más de cerca.
Una tenía orejas largas, puntiagudas, como una elfa. Su cabello negro apenas crecía, pero sus ojos color amatista le recordaban una noche sin luna. Otra tenía el cabello anaranjado en un tono oscuro, ojos almendra y una expresión que, aunque infantil, parecía juzgarlo desde su canasta. La siguiente tenía el cabello verde y unos ojos almendrados que parecían dormitar en paz. Otra más, con cabello morado y ojos redondos del mismo tono almendra, se había agarrado de su dedo sin soltarlo.
La quinta tenía el cabello dorado, brillante como una moneda nueva, y unos ojos rojos que observaban todo con desconfianza. Luego estaba una de cabello rosado, mejillas infladas y ojos almendra que brillaban con curiosidad. Y finalmente, la última, con cabello marrón claro y ojos azul cielo, dormía profundamente con una pequeña sonrisa en los labios.
Siete.
Subaru tragó saliva.
—No puede ser casualidad. No pueden haber sido abandonadas aquí... justo cuando yo llego a este mundo.
No era ningún genio, pero hasta él podía atar cabos. Eran todas distintas, sí, pero había algo que las conectaba. ¿Color de ojos? ¿Peinados? ¿Aura familiar? No podía explicarlo… pero en su interior, lo sabía.
Eran hermanas. O al menos, medias hermanas.
Y estaban con él. Abandonadas. Indefensas.
—Esto es una locura. ¡Ni siquiera sé cómo cambiar pañales!
Se dejó caer de rodillas, derrotado. Pero los sollozos de una de las pequeñas lo obligaron a recomponerse. Miró a su alrededor, al callejón oscuro, a las canastas frágiles, a esos rostros diminutos e inocentes que ahora dormían confiando en él.
Con un suspiro que parecía pesar más que su cuerpo entero, Subaru se levantó.
—Está bien. No sé qué pasó. No sé qué voy a hacer… pero no voy a abandonarlas.
Parte 2
—Muy bien, Subaru. Tú puedes con esto. No es tan difícil… Solo son… siete bebés.
El adolescente de chándal murmuraba para sí mismo, mientras su cuerpo crujía como una maraca bajo el peso desigual que lo hacía tambalear con cada paso. Había ideado —de forma cuestionable— un sistema de transporte para las recién nacidas: dos envueltas en mantas sujetas con fuerza contra su pecho, una amarrada con tela improvisada a su espalda y las otras cuatro repartidas en pares dentro de dos canastas, una en cada mano.
Cada paso que daba hacía que una cuerda mental dentro de su cabeza se tensara un poco más.
—Esto no es nada. Puedo con esto. ¡He cargado bolsas del supermercado más pesadas que esto! —dijo con voz temblorosa.
Su único recurso además de los bebés era su viejo celular, ahora inútil más allá de ser una linterna con pantalla. Aún vestía su chándal negro con franjas blancas, un uniforme escolar informal que contrastaba con el entorno de piedra, madera y voces que no usaban japonés, pero que de alguna forma podía entender.
El sol brillaba alto. El aire era cálido. Y la ciudad…
—...¡Guaah, qué vergüenza!
Subaru quiso meterse bajo tierra. Las miradas lo seguían por todas partes. Un chico joven, claramente fuera de lugar, tambaleando por las calles como un vendedor ambulante de bebés. Algunos adultos lo miraban con pena. Otros, con asombro. No faltaron los cuchicheos:
—Pobre niño…
—¿Dónde estará la madre?
—Siete… ¿dijo siete?
—Seguramente lo abandonaron.
—¿Es humano siquiera? ¡Mira esas orejas puntiagudas de la niña!
Subaru apretó los dientes, con la cara más roja que un tomate cocido.
—¡No son mías! ¡Soy inocente! —quiso gritar, pero el miedo al idioma (o al ridículo) se lo impidió.
El sudor le corría por la frente mientras avanzaba por una calle empedrada, hasta que se detuvo en una curva, encandilado por la luz que rebotaba en el agua.
—…
Subaru entrecerró los ojos, respiró hondo… y suspiró con cierto asombro.
—Así que… después de todo, resultó ser una ciudad de agua.
Frente a él se extendía una vista digna de una postal: canales amplios atravesaban la ciudad como venas abiertas, y las góndolas flotaban perezosamente por la superficie, guiadas por gondoleros con varas largas. Las edificaciones eran de piedra clara, con tejados de tonos pastel y detalles florales tallados en las ventanas. La ciudad estaba construida en capas circulares que se elevaban hacia el centro como gradas colosales, dando la impresión de estar dentro de un estadio acuático.
—Si ignoro el tamaño y el hecho de que huele a pescado, esto es prácticamente… ¿Venecia? —susurró, medio fascinado, medio agotado.
El sol reflejándose en el agua le hizo entrecerrar aún más los ojos, y por un instante, por un brevísimo segundo, pensó que podía gustarle este lugar. Si no fuera por el peso de siete bebés, la sed y la absoluta falta de dinero.
—Supongo que puedo asumir que este es un mundo de fantasía… típico estilo medieval —comentó mientras seguía caminando, su voz llena de resignación y algo de curiosidad—. Semihumanos, caballeros, monstruos, guerras, castillos, magia… ¿Aventuras?
Giró el cuello, y uno de los bebés en su pecho se quejó. Otro emitió un suave gorgojeo. Subaru se detuvo y, temblando de cansancio, las volvió a acomodar con cuidado.
—Aventuras, ¿eh? Ya estoy en medio de una, y ni siquiera sé el nombre de este lugar.
Un chico perdido caminaba lentamente por el bullicioso mercado de la ciudad, acompañado por una escena imposible: siete bebés envueltas en mantas, sostenidas como si fueran su equipaje más valioso. Algunos lo miraban con lástima, otros con recelo… y más de uno con desconfianza.
El mercado vibraba con vida. Gente gritando ofertas, niños corriendo con trozos de pan en la boca, comerciantes vociferando descuentos que no lo eran, y un sinfín de olores, desde especias intensas hasta pescado fresco. Subaru pasaba entre los puestos con pasos torpes, con la vista dividida entre no tropezarse y no dejar caer a ninguna de las pequeñas.
Se detuvo frente a un puesto que exhibía frutas de colores tan intensos que parecían salidos de una pintura. Frunció el ceño al ver los carteles: líneas curvas y símbolos que no reconocía.
—No puedo leer esto… —murmuró, observando las letras con una mezcla de interés y frustración.
—Vas vestido de forma muy rara, muchacho.
La voz ronca lo hizo girar. Detrás del mostrador, un hombre robusto, de rostro curtido por el sol y mirada afilada, lo observaba con desconfianza. Tenía los brazos cruzados y una cicatriz visible en el cuello.
—Ah… buenas. Solo miraba. Esas verduras verde, ¿qué son?
—Lemom —gruñó el comerciante sin mover un músculo.
—¿Puedo entenderlos…? —Subaru susurró para sí, llevándose la mano al mentón—. Entonces el idioma se adaptó a mí… ¿magia automática de traducción?
Antes de que pudiera profundizar en su reflexión, recordó lo urgente.
—Perdón que moleste, ¿puedo hacerle una pregunta?
El comerciante resopló, claramente a punto de echarlo. Pero entonces, su mirada cayó sobre las siete bebés que Subaru llevaba encima, y por un instante, su rostro se suavizó.
—Pregunta rápido, mocoso.
—¿Sabe dónde puedo conseguir leche para bebés?
El hombre lo miró en silencio unos segundos, luego señaló al final de la calle con el pulgar.
—Sigue derecho dos cuadras. Luego gira a la izquierda. Tienda grande, no hay pierde.
—Gracias, de verdad. Ah… esto quizá le parezca raro, pero… ¿sabe si puedo vender esto?
Subaru sacó su celular del bolsillo y se lo mostró al comerciante, quien entrecerró los ojos al ver el extraño artefacto sin joyas ni madera.
—¿Qué diablos es eso?
—Es un celular. Sirve para comunicarte y tomar fotos. Mire...
Subaru pulsó la cámara, tomó una foto rápida del comerciante y le mostró la pantalla. El hombre se sobresaltó, retrocediendo un paso con una expresión alarmada.
—¿Qué clase de brujería es esta?
—¡No es magia oscura! Solo es… tecnología. Mira, aquí estás tú —Subaru giró el dispositivo para mostrarle la imagen tomada segundos antes.
El comerciante observó en silencio. Luego, soltó una risa breve y seca.
—Hmpf. Así que es una metia, ¿eh?
—¿Metia?
—No sabes lo que significa esa palabra… estás en problemas, niño. Sin dinero, vestido como bufón y con siete crías encima.
—¡No son mis hijas! —Subaru se sonrojó violentamente, apretando los dientes—. Circunstancias especiales.
—Ajá. ¿Y qué tipo de “circunstancias” hacen que un crío cuide de siete bebés?
—Eso… es confidencial —respondió, girando la mirada, tragando saliva.
Subaru no podía decir que había sido invocado desde otro mundo y que, por alguna razón incomprensible, las niñas habían llegado con él. Nadie lo creería. Lo tomarían por loco, o algo peor.
El comerciante soltó un suspiro, cruzándose de brazos con pesadez.
—Solo ten cuidado. En Lugunica hay traficantes de esclavos que se mueven en las sombras, y si tu camino te lleva a Kararagi... allá la esclavitud es legal. Un huérfano sin nombre es carne de cañón para los que tienen dinero.
Subaru sintió un escalofrío. Su expresión se endureció al instante.
—¿Cómo puede haber algo tan vil…?
—¿Te parece cruel? Tal vez lo sea —interrumpió el hombre, sin inmutarse—. Pero al menos como esclavos tienen techo y comida. Mejor eso que morirse de hambre en la calle como ratas.
Subaru guardó silencio. Las palabras se le atoraron en la garganta. Los valores que le habían enseñado en casa chocaban violentamente con esa lógica torcida. No podía aceptarlo, aunque no tuviera poder para cambiarlo.
—…¿Sabe entonces si hay un lugar donde puedan pagarme algo justo por esto?
El comerciante lo miró una vez más, luego chasqueó la lengua con resignación.
—Más preguntas, ¿eh? Más te vale comprar algo cuando regreses.
—Definitivamente sí.
—Anda a la tienda de la Compañía Muse. Es de las pocas que pagan justo sin meterse en líos. Pregunta por la mujer de cabello negro que lleva la cuenta. Ella sabrá qué hacer.
—Entendido. Gracias por todo.
—Ve andando. Y ten cuidado. Kararagi es hermosa… pero solo mientras hay sol. Cuando cae la noche, hasta los dioses cierran sus ventanas.
Subaru tragó saliva. Ajustó el peso de las canastas, murmuró un “gracias” final y se alejó del puesto, con el corazón latiéndole fuerte en el pecho.
Parte 3
—...¡Idiota! ¡No le preguntaste dónde queda la tienda!
Subaru se detuvo en seco a mitad de la calle, provocando que una de las bebés gimiera por el movimiento brusco. Su rostro se contrajo en una expresión de puro pánico mientras se golpeaba ligeramente la frente con el puño.
—Te dan un nombre, te dan una dirección aproximada… ¿¡y se te olvida preguntar la parte más importante!? ¿¡Qué es lo siguiente, olvidarte de respirar!?
Con el sudor goteando de su frente, Subaru miró alrededor. Seguía cargando con las siete niñas como si fuera una suerte de vendedor ambulante de bebés, y la presión en sus hombros y espalda comenzaba a pasarle factura. Literalmente.
—Uf… si no llego pronto a un lugar con sombra, voy a desmayarme y terminar sirviéndole de cena a los cuervos locales.
Apresuradamente, se acercó a una mujer mayor sentada junto a un puesto de especias. Tenía un pañuelo cubriéndole la cabeza y un delantal viejo manchado de polvo. Cuando vio al chico acercarse, lo observó como se mira a alguien que está a punto de pedir una limosna.
—Disculpe… ¿sabe dónde está la Compañía Muse?
—¿Muse? —repitió la mujer con voz ronca, arrugando la frente—. Hm. La tienda está en el distrito oeste. ¿Ves ese puente grande? —Señaló una estructura arqueada de piedra que conectaba dos secciones separadas por un canal ancho—. Cruza, sigue derecho hasta el templo, y luego dobla a la derecha. Está junto a una fuente con una estatua de un pez.
—¡Muchísimas gracias! —Subaru hizo una reverencia torpe, cuidando de no volcar ninguna canasta—. Espero poder devolverle el favor algún día.
—Con que no me caigas encima con toda esa tribu, me basta —respondió la mujer, con un leve resoplido de humor.
Subaru sonrió agradecido y reemprendió la marcha.
El camino fue todo menos fácil. Cruzar el puente con las canastas tambaleándose y los transeúntes empujándolo no fue lo más agradable del día, y tuvo que detenerse al menos dos veces para tranquilizar a las bebés que comenzaban a inquietarse con el calor y el movimiento.
—Lo siento, lo siento, ya casi llegamos… solo un poco más, chicas. Papá Subaru está dando su cien por ciento.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de lo que acababa de decir.
—...¿Papá? ¿¡Quién te dio permiso para decir eso!? —Se quejó para sí mismo, mirando al cielo como si esperara una respuesta divina.
Pero ni el sol ni las nubes le contestaron.
Tras varios minutos y muchas disculpas murmuradas a transeúntes enojados, Subaru por fin divisó la fuente con el pez tallado. A su lado, una tienda de dos pisos con grandes ventanales de vidrio bruñido y un cartel de madera oscura que tenía grabadas las palabras “Muse & Co.” en letras doradas.
El lugar desprendía una sensación distinta al resto del mercado: más limpio, más organizado… más caro.
—Aquí es. La famosa tienda de la Compañía Muse. Por favor… que no me echen antes de explicar.
Al llegar frente a las puertas de la Compañía Muse, Subaru alzó la mirada. El edificio de madera y piedra, elegante pero funcional, destacaba por encima del resto del distrito comercial. Dos guardias vestidos con capas oscuras le bloquearon el paso con lanzas cruzadas.
—¿Cuál es su motivo para estar aquí, señor? —preguntó uno, su tono firme, sus ojos evaluando con desconfianza al joven extraño con ropa rara y... siete bebés.
Subaru tragó saliva, alzó el brazo y mostró su celular.
—Vengo a vender esto. Se llama metia, una herramienta capaz de capturar imágenes en tiempo real. —Con movimientos cuidadosos, encendió la pantalla y tomó una fotografía rápida del rostro del guardia, luego le mostró la imagen capturada.
Los dos guardias se miraron, desconcertados por lo que acababan de ver. Tras un breve intercambio de murmullos, uno asintió.
—Espere un momento en la sala de invitados. La señorita Miranda decidirá si lo recibe.
Subaru fue guiado a un salón decorado con alfombras gruesas y olor a especias. A su alrededor, comerciantes de piel curtida discutían fervientemente con semihumanos de distintas razas. El aire era una mezcla densa de perfume, sudor y oro. Subaru, con sus brazos ocupados cargando a las pequeñas, recibió varias miradas; algunas curiosas, otras demasiado largas como para resultarle cómodas.
Quince minutos después, uno de los guardias volvió a aparecer.
—Señor, la señorita Miranda lo espera en su oficina. Sin embargo, le recomendaría dejar a las bebés en esta sala. Dos guardias personales pueden velar por su seguridad mientras usted negocia.
Subaru bajó lentamente la mirada a las niñas dormidas en sus brazos y luego volvió a mirar al guardia. La conversación con el comerciante del mercado aún latía con fuerza en su mente.
Esclavitud. Huérfanos vendidos. Comerciantes sin escrúpulos. Todo eso existe aquí...
No podía, no quería separarse de ellas.
—Lo siento, pero eso no lo puedo permitir —dijo Subaru con voz baja pero firme.
—Si es por su seguridad, puede estar tranquilo. Nuestra señora odia la crueldad contra los inocentes. Dos de nuestros hombres se encargarán de vigilar a las niñas.
—No es negociable —sentenció Subaru con frialdad, clavando su mirada en el guardia.
Por un segundo, el silencio fue pesado. Finalmente, el hombre asintió lentamente.
—Entendido. Puede pasar con ellas.
Al entrar en la oficina indicada, Subaru fue recibido por un contraste inesperado con el bullicio del piso inferior. La estancia estaba decorada con sobria elegancia: cortinas grises a juego con las paredes, una estantería de libros bien alineada, un escritorio con papeles apilados meticulosamente… y sentada detrás de este, una mujer de cabello negro perfectamente alisado que caía hasta sus hombros, y ojos de un intenso color ámbar, como fuego atrapado en resina. Su atuendo recordaba al de una secretaria: chaqueta ceñida, blusa blanca, gafas de montura delgada, todo con una precisión impecable.
—Bienvenido a la Compañía Muse —dijo la joven, levantándose para ofrecer un apretón de manos formal—. Soy Miranda. Encargada de las negociaciones especiales. ¿Con quién tengo el placer?
—Natsuki Subaru. Encantado —respondió él, imitando el gesto mientras mantenía a las bebés bien sujetas, aunque una de ellas empezaba a mordisquearle la manga.
Miranda arqueó una ceja al verlas, pero no dijo nada. Se sentó de nuevo y apoyó los codos sobre el escritorio, cruzando los dedos con aire profesional.
—Entonces, señor Subaru. ¿A qué debemos su visita?
—He venido a vender una metia —respondió él con firmeza, sacando su celular del bolsillo interior de su chándal, aún con batería, como un as bajo la manga—. Esta es una herramienta de uso múltiple, capaz de capturar imágenes al instante, grabar sonidos e incluso reproducirlos. También puede almacenar vídeos, comunicarse a distancia… En resumen, una maravilla tecnológica de mi tierra natal.
Mientras hablaba, Subaru pulsaba botones con destreza. Mostró una foto que había tomado momentos antes: una de las niñas haciendo una mueca graciosa mientras estaban en la canasta. Luego, reprodujo un pequeño clip de voz grabado en el tren camino a la escuela, meses atrás, su propia voz diciendo “¡Vamos, Subaru, no llegues tarde otra vez!”
—Puede registrar palabras, voces, imágenes. Imagínelo como una herramienta de espionaje, entretenimiento o registro. Su valor, en el mundo correcto, es incalculable.
Miranda se había quedado en silencio. Sus ojos ámbar se habían clavado en el celular con una intensidad casi depredadora. Tras unos segundos de silencio calculado, habló.
—…Increíble. Jamás he visto nada parecido. ¿Cuánto pide por esto?
Subaru tragó saliva. No tenía ni la menor idea de la economía de este mundo. Oro, plata, cobre… ¿Cuánto valía una moneda? ¿Qué era mucho y qué poco?
Ocultando su nerviosismo detrás de una sonrisa despreocupada, respondió:
—Prefiero escuchar su oferta primero.
Miranda asintió con la barbilla, como si lo esperara.
—En ese caso… puedo ofrecerle 15 monedas de oro sagradas.
El corazón de Subaru dio un salto. ¡¿Quince monedas de oro?! ¡Sonaba muchísimo! Pero recordó de inmediato una escena de un anime, donde el protagonista negociaba con una sonrisa falsa hasta arrancar el último cobre. No podía verse débil.
—Este objeto es único en este mundo. No encontrará otro igual, ni hoy ni en cien años. Si lo vendo, será por 50 monedas.
Miranda entrecerró los ojos. No parecía impresionada.
—Es cierto que esta metia es impresionante… pero también es frágil. Además sus símbolos no son comprensibles para la mayoría. Su utilidad, fuera de su demostración, es limitada. Mi oferta es 25 monedas. No más.
—¡Vamos! Puede grabar la voz de una persona y reproducirla. Solo eso ya vale su peso en oro. ¿Qué tal 45 monedas?
—Treinta —dijo Miranda, cortante, como una cuchilla afilada que descendía sobre el cuello de la negociación—. O no hay trato.
Subaru sintió un escalofrío en la nuca. ¡Maldita sea! Si aceptaba tan rápido, parecería desesperado. Pero si rechazaba, quizás perdía su única oportunidad. Se obligó a respirar hondo. Las bebés estaban dormidas en sus brazos. Tenía que mantener la compostura. Sería un comerciante de primera.
—…Ya veo. Parece que no podremos llegar a un acuerdo. Gracias por su tiempo, señorita Miranda.
Subaru hizo una leve reverencia, giró sobre sus talones, y comenzó a caminar hacia la puerta con pasos lentos, firmes… fingiendo una seguridad que no sentía en absoluto.
—Cuarenta monedas de oro sagrado.
Subaru se detuvo.
—Le pagaré cuarenta —repitió Miranda—. Pero necesito que me enseñe cómo usarla correctamente y que garantice que funcionará al menos por un tiempo. Si acepta esas condiciones, el trato está cerrado.
Subaru no pudo evitar sonreír mientras se giraba. Sus ojos brillaban con una chispa de victoria contenida.
—Trato hecho, señorita Miranda.
Dato:
• 10 cobre ≈ 1 plata
• 10 plata ≈ 1 oro
• 10 oro ≈ 1 oro sagrado
Saliendo de la oficina de la Compañía Muse, Subaru guardó la bolsa que tintineaba con las 39 monedas de oro sagradas y se quedó mirando la moneda restante que sostenía con sus dedos.
—Uh... ¿tendrá sentido andar gastando esto en una tienda cualquiera? —murmuró, mientras notaba los grabados que decoraban el borde de la moneda, con una efigie de aspecto sagrado y formal. Era la clase de cosa que gritaría "¡Róbame!" si la agitaba en la calle.
Así que regresó a la entrada y pidió que le cambiaran una moneda de oro sagrada por monedas más pequeñas, cosa que hicieron con la eficiencia y desdén de quien está acostumbrado a atender nobles torpes. Le entregaron varias monedas de oro comunes, algunas de plata y varias de cobre, y el resto de su fortuna volvió a su bolsa de cuero, la cual ató bien a su cintura
Acto seguido, emprendió camino a la tienda de leche que le habían recomendado.
El sol ya comenzaba a ocultarse tras los tejados curvos de la ciudad. Las sombras se alargaban, el aire se volvía más frío, y Subaru apresuró el paso, escuchando los vagos llantos de las bebés desde su saco improvisado.
Llegó a la tienda justo antes de que bajaran la reja de madera. Una mujer mayor con trenzas blancas lo recibió con un bostezo a medio contener.
—Disculpe, ¿vende leche? Tengo... algunas niñas que necesitan alimentarse.
—¿Algunas? —La anciana entrecerró los ojos, y al ver el saco moverse como si albergara una pequeña jauría de mapaches inquietos, se le escapó una risa nasal—. Muchacho, ¿¡de dónde sacaste tantos bebés!?
—¿Qué puedo decir...? El amor no conoce límites ni calendarios —respondió Subaru con su mejor sonrisa estúpida. La anciana soltó una carcajada sonora.
La leche fue cara, pero valió cada moneda de plata. Además, vio algo de queso duro que también compró para sí mismo.
Con una mano, Subaru sostenía el biberón de leche que le vendieron —un recipiente de cerámica con un embudo de cuero suave en la punta, lo más cercano a una mamadera— mientras con la otra intentaba acomodar a la bebé de cabello azabache entre sus brazos.
Durante unos segundos, solo escuchó el sonido de la pequeña sorbiendo con ansia, ajena al mundo que los rodeaba. Los murmullos del mercado se desvanecían, y él, rodeado por las siete canastas, sintió que el mundo se reducía a ese instante, a ese momento entre su respiración y la de ellas.
Y entonces lo pensó.
Si las nombraba, iba a encariñarse.
Más de lo que ya estaba. Más de lo que debería.
Porque ponerle nombre a alguien era asumir que era parte de tu vida. De tu historia. Y no de paso.
“Un huérfano sin nombre es carne de cañón para los que tienen dinero”, le había dicho el comerciante unas horas antes, con un tono que aún le resonaba en los oídos. Era cruel, pero verdadero. Y aunque esto fuera Lugunica, no parecía un reino con orfanatos, ni un sistema que protegiera a los desamparados.
Incluso si encontraba uno… ¿de verdad podría dejarlas ahí? ¿Podría caminar lejos mientras estas pequeñas lo veían partir? ¿Aunque no pudieran hablar, aunque no entendieran…?
—Tch… —chistó, apretando la mandíbula mientras sentía cómo algo en su pecho se deshacía lentamente—. Maldita sea… no puedo.
Sí, nombrarlas significaba apego. Significaba aceptar que eran suyas.
Pero también significaba que ya no serían solo unas niñas abandonadas en un callejón. Serían personas. Con nombre. Con historia. Con futuro.
Las iba a adoptar. No legalmente, no con papeles. No como lo haría alguien de este mundo.
Pero las iba a cuidar. Como padre. Como Subaru Natsuki.
Inspiró hondo, dejando que el aire templara el temblor que sentía en los dedos. Luego, miró a la bebé de cabellos azabache, acunada en su brazo, y sonrió.
—Así que tú eres la más glotona, ¿eh? —susurró Subaru con una sonrisa rendida, sintiendo cómo su cuerpo ya se acostumbraba al peso constante de esas siete pequeñas.
Sus dedos se deslizaron suavemente entre los mechones de su cabello. Lacio, sedoso, de un negro profundo que absorbía la luz tenue como si fuera una noche sin estrellas. Y sus ojos… un violeta oscuro, como la uva madura o la amatista en sombra.
—¿Sabes? —murmuró, con una sonrisa cansada pero tierna—. No sé por qué, pero hay algo en ti… algo que me transmite calma, como el cielo justo antes del amanecer.
La sostuvo con más fuerza, sintiendo el calor frágil de su pequeño cuerpo, y mientras lo hacía, el nombre vino a él como un susurro del viento helado que se colaba por las grietas.
—Amaris. Sí… Amaris, como la luna que guía en la oscuridad.
La bebé entrecerró los ojos, como si aprobara.
Con paciencia, Subaru se giró hacia la siguiente. Tenía cabellos dorados, de un tono más pálido que el oro, pero más cálido que el sol. Reía cada vez que Subaru le tocaba la nariz. Una pequeña burbuja de alegría.
—“Como una luz que siempre estará allí, incluso en la noche más fría”.. Para ti… el nombre Cassiopeia suena perfecto.
Una tras otra, las alimentó, una tras otra las observó. Cada una distinta. Cada una única.
La tercera tenía un cabello anaranjado intenso, como una flama a punto de estallar. Sus ojos, aún entornados, parecían concentrados incluso al beber.
—Fuerte y determinada, ¿eh? —murmuró Subaru—. Entonces tú serás Andrómeda, como la llama eterna.
A la cuarta, de ojos azul profundo y cabello de un color marrón claro, le costaba tragar la leche. Subaru la ayudó con cuidado, acariciándole la espalda. Era tranquila, callada, pero firme.
—Una constelación misteriosa necesita un nombre igual. A ti te llamaré Spica.
La quinta se revolvía en su manta como un torbellino. Tenía un cabello rosa tenue, casi blanco en ciertas luces. Era juguetona, incluso sin hablar.
—Pequeña revoltosa. —Subaru rio entre dientes—. Te llamaré Carina, porque pareces siempre navegando en tus propias aguas.
La sexta, de ojos almendra y cabello verde, lo miraba con curiosidad. Era más tranquila que el resto, pero su mirada parecía ver más allá.
—Sabes mucho para ser tan pequeña. Para ti… el nombre Maia te irá perfecto.
La última estaba dormida antes de que la tocara. Tenía el cabello lila claro, y sus pestañas largas descansaban con paz celestial. Le recordaba algo tierno, puro.
—Duerme como si el mundo no fuera tan cruel. Como si aún creyera que todo está bien. —La abrazó un poco más fuerte—. Tú serás Lyra. Una estrella serena.
Terminada la alimentación, Subaru envolvió nuevamente a las siete, ahora nombradas, en sus mantas. El corazón le palpitaba con una mezcla de emociones. ¿Orgullo? ¿Ternura? ¿Responsabilidad? Tal vez las tres. Pero una cosa era cierta: ahora no solo tenía que protegerlas… tenía que honrar esos nombres.
Cuando salió de la tienda con sus pequeñas envueltas y alimentadas, el cielo se había teñido de un púrpura profundo. La noche caía, y Subaru sabía que aún faltaba mucho por recorrer.
Y justo cuando tomaba el camino hacia la posada recomendada…
—Alto ahí, forastero —dijo una voz.
Cuatro figuras emergieron de la sombra, interrumpiendo su paso. Sus miradas no dejaban espacio a la duda: aquello no era una bienvenida.
Subaru sostuvo con fuerza a las niñas y dio un paso atrás.
—Si buscan problemas, les advierto que tengo siete razones para no dejarme vencer —dijo, con una sonrisa desafiante que no ocultaba del todo la tensión en sus manos.