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El comedor de la Mansión Wayne era una catedral de silencio pulido. La luz del atardecer gótico se filtraba por los altos ventanales, tiñendo de ámbar los mármoles blancos y alargando hasta lo grotesco las sombras de los candelabros. Peter Grayson Wayne—un nombre que aún resonaba hueco en algún rincón de su psique—masticaba su ensalada César con una concentración metódica, fingiendo no notar el vacío a su alrededor.
A su derecha, Dick—diez años mayor, un arco iris de carisma congelado en gesto preocupado—intentaba explicar a Bruce por qué debía trasladarse a Blüdhaven de forma permanente. Sus manos volaban, amplias y expresivas, contando una historia que a Peter le llegaba en fragmentos: “…y el comisionado lo entiende, B, necesita una presencia constante, no sólo visitas de fin de semana…”
Bruce Wayne, al frente de la mesa, era una escultura de traje italiano y ojos azul acero. Asentía en los momentos precisos, sus respuestas monosilábicas (“Claro”, “Entiendo”, “Haz lo necesario”) diseñadas para terminar conversaciones, no para iniciarlas. Pero Peter, con esa percepción sutil que había perfeccionado como arte de supervivencia, veía lo que otros no: el casi imperceptible endurecimiento de su mandíbula cuando Dick mencionaba “alejarse”, el fugaz destello en sus ojos que no era de enfado, sino de algo más profundo y desarmado.
Tim, a la izquierda de Bruce, comía rápido mientras revisaba en su tablet—discretamente, bajo el borde de la mesa—los informes de finanzas de Wayne Enterprises. Cassandra, al lado de Peter, existía en un estado de quietud alerta, sus ojos oscuros escaneando la sala, leyendo el lenguaje corporal de todos como si fuera un libro abierto. Notó cuando Peter contuvo la respiración al oír a Dick, y su pie, bajo la mesa, se movió media pulgada hacia él, un gesto mínimo de solidaridad que le calentó el pecho.
Damian, de doce años y una presencia intensa que desmentía su edad, interrumpió con arrogancia desde el otro lado. “Blüdhaven es un cenagal de ineptitud policial y diseños urbanísticos lamentables. Si insistes en ir, Grayson, al menos lleva refuerzos en el sistema de filtrado de agua. Los informes de contaminación son aberrantes.”
“Gracias por el consejo, Dami”, dijo Dick con una sonrisa cansada, lanzando una mirada a Bruce que decía "¿ves a lo que me enfrento todos los días?"
Y entonces, como siempre ocurría, la conversación derivó. Tim mencionó un problema con la junta directiva, Bruce respondió con una estrategia corporativa, Dick añadió una idea desde la perspectiva de las relaciones públicas, y Damian criticó la metodología. Se convirtieron en Batman, Nightwing, Red Robin y Robin, discutiendo tácticas en código, mientras el humo de sus identidades secretas llenaba la habitación, invisible para todos excepto para Peter, quien solo veía a su familia hablando en un idioma extranjero del que no tenía diccionario.
Él bajó la mirada a su plato. La lechuga tenía el sabor insípido de la distancia. Quería decir algo. Tal vez: “Dick, ¿te vas porque aquí también te sientes invisible a veces?”. Pero las palabras se atascaban en su garganta, envueltas en la vieja niebla del asma que ya no tenía, pero cuya sensación fantasma persistía.
Su mano fue instintivamente al pequeño colgante que llevaba bajo la camisa. Un regalo anónimo llegado hacía meses, sin remite, solo una nota: "Para que recuerdes quién eres". La gema, del tamaño de una uña, era cálida contra su piel. Últimamente, esa calidez se había vuelto casi pulsátil.
“Peter”, dijo la voz grave de Bruce. Todos callaron. Peter alzó la vista, sorprendido de ser el centro de atención, incluso por un segundo. “Tu informe escolar. La directora elogió tu trabajo en el proyecto de ciencias.”
“Ah. Sí. Fue… nada especial”, murmuró, encogiendo los hombros. Un halago. Un dato. No una conversación.
“Es importante aplicar ese rigor”, continuó Bruce, con el tono de quien da una directriz de misión. “El pensamiento estructurado es fundamental.”
“Como en la resolución de casos”, añadió Tim, sin levantar la vista de la tablet.
“O en la planificación estratégica”, remató Dick, con una sonrisa de apoyo que no alcanzaba a disipar la tristeza en sus ojos al mirar a Peter.
Era un puente tendido con el manual equivocado. Ellos le ofrecían las herramientas de su mundo—la disciplina, la estrategia, el heroísmo encubierto—sin saber que él cargaba con las herramientas de otro completamente distinto: la responsabilidad que nace de la culpa, el poder que emerge del dolor, la sabiduría de quien ha visto desvanecerse su propia existencia.
“Gracias”, dijo Peter, y el silencio volvió a caer, más pesado que antes.
Más tarde, en la inmensa soledad de su habitación—una suite más propia de un huésped de lujo que de un hijo—Peter se quedó mirando por la ventana la niebla de Gotham. La gema del colgante brillaba con su propia luz tenue, proyectando destellos danzantes en las paredes. Y por un instante, no vio las torres góticas. Vio los rascacielos de Nueva York. Olía a perritos calientes y gasolina, no a lluvia ácida y decadencia. Oía el traqueteo del metro, no el silbido lejano del Batseñal.
“Con gran poder…” La voz en su cabeza no era la del Tío Ben. Era la de Tony Stark, cansada y llena de un cariño rudo. “…viene una gran cantidad de problemas de intestino irritable, kid. Pero te aguantas. Porque si no lo haces tú, ¿quién lo hará?”
Un escalofrío le recorrió la columna. No era un recuerdo. Era un "eco", profundo y dolorosamente real. La gema en su pecho palpitó, caliente como un corazón.
Abajo, en la Batcueva, Bruce observaba en un monitor la señal vital de Peter—rutinaria, estable—mientras Dick, ya con el traje de Nightwing a medio poner, se despedía.
“Se va a sentir aún más solo, Bruce”, dijo Dick, sin rodeos.
Bruce no apartó la vista de la pantalla. “Lo protegemos dándole una vida normal. Lejos de… esto.”
“¿Y quién lo protege de lo ‘normal’?” replicó Dick, su voz cargada de una frustración de años. “No habla. No se queja. Solo observa. A veces me pregunto si no vimos algo… "roto" en él, desde el principio, y en vez de arreglarlo, lo pusimos en una vitrina para que no se astillara más.”
Bruce se quedó en silencio. La sombra de Batman era larga y fría, y a veces, Bruce Wayne se perdía en ella. ¿Cómo decirle a Dick que cada vez que miraba a Peter, ese niño callado que había regresado tras la tormenta de Jason, sentía un fallo en su lógica? Un problema sin solución clara. Un hijo al que no sabía cómo salvar sin exponer todos los secretos que lo ponían en peligro. Así que aplicaba el único protocolo que conocía: vigilancia, provisión, distancia estratégica.
“Alfred lo mira”, dijo finalmente, una justificación débil.
“Alfred no puede ser su única conexión humana”, susurró Dick antes de desaparecer por el túnel hacia Blüdhaven, dejando a Bruce solo con el zumbido de las supercomputadoras y el peso de un amor que se expresaba mejor en silencios vigilantes que en palabras cálidas.
Y arriba, Peter, con la gema ahora ardiendo suavemente contra su piel, murmuró hacia la ventana, hacia la niebla que ocultaba un mundo que de repente le parecía doble:
“¿Qué me está pasando?”
La gema del infinito, la Realidad, pulsó en respuesta. Y en las profundidades del cosmos, muy lejos de Gotham, un titán oscuro llamado Darkseid, y un gigante morado llamado Thanos, volvieron sus miradas hacia un punto tenue en un universo que no debería contener tal poder. La caza había comenzado.
